Cuando un político está en el
ruedo, afuera en la calle buscando adeptos a su causa, la primera medición que
se le hace es si tiene ese intangible
que llamamos “carisma”, es decir esa fuerza, ese magnetismo que atrae y motiva
a otros para lograr algo. El carisma llega a ser un elemento casi definitorio
para que alguien triunfe o fracase en sus aspiraciones de poder. La falta de
carisma es casi una condena.
Bien visto el “Carisma” es un
atavismo. Tiene un fondo irracional porque si hay que elegirlo por votos, lo
elegimos. Si hay que perdonarle alguna falta, se la perdonamos. Le seguimos sin
pensar bien en el por qué. Los errores quedan sepultados gracias a su encanto y
su gracia se la da más valor que sus capacidades.
Los analistas políticos “profesionales”
explican una victoria o una derrota a la
luz del carisma:
-
- Fulano tiene carisma.- dice uno.
-
- Mengano no tiene carisma…
Pero es raro que traten de
explicar el peligro y la trampa de basar una decisión trascendente en ese “Don”
escurridizo. ¿No es preferible un líder capaz y preparado?¿No es preferible formar
e informar sobre quien tiene méritos?
Jesús López Cegarra
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