De vez en cuando soy asaltado por dudas
existenciales. No es una preocupación mayor, porque a falta de una mejor
definición, soy lo que se puede llamar un “agnóstico”, es decir, que declaro mi
ignorancia a todo aquellos que trasciende la experiencia, si he de creer a lo
que dice el Diccionario sobre el tema. En otras palabras, todo lo que está más
allá de la muerte forma parte de lo especulativo. Que si es así o si es de esta
otra manera no lo sabemos, porque nadie ha venido a darnos detalles. Después de
la muerte, es un “one way ticket”. Al
menos eso es lo que nos dice la experiencia.
Pero tenemos la religión. No una, cientos. Y de
muy variado pelaje. Un Dios. Varios Dioses. Algunas extintas como los
dinosaurios. Otras sobreviven a pesar del tiempo, como la católica. Pero hay
ciertos elementos comunes (no pretendo ser experto en el tema, ni tampoco lo aspiro),
pero en términos generales hay la creencia de una divinidad que debe ser
venerada y que exige determinados comportamientos, tanto en lo personal como en
lo social, lo que incluye la observancia de determinados rituales, como ir a
una ceremonia cada tanto, o ir a ciertos lugares.
En muchas de esas religiones, lo que se plantea
es que estamos en una especia de transición en este sitio que llamamos “tierra”,
y de acuerdo a con nuestras acciones tendremos una recompensa o seremos
castigados. Al morir, se revisa nuestra contabilidad. El “debe” y el “haber”.
Se busca saber cómo administramos nuestras acciones. Si son malas, pues es un
pasivo. Si son buenas, un activo. El resultado determina en dónde nos ubican. Más
"activos" nos conduce al “Paraíso”.
Mi formación religiosa fue en el catolicismo,
por lo que “Paraíso” significa esencialmente dos cosas: El lugar donde Adán y
Eva vivían plácidamente hasta que, en su condición de inquilinos, incumplieron
con una cláusula que acarreaba la rescisión del contrato de inquilinato con el
creador; así como el lugar en que los “buenos administradores” de sus acciones se reunirán con
Dios.
Sin embargo, hay personas que obviamente pertenecen
al otro lado de ese espectro. Van desde los tibios y pusilánimes agnósticos
como este servidor, hasta los más radicales que no creen en lo absoluto que
exista tal cosa como un Dios “creador del cielo y de la tierra”. Son gentes que
igual hablan de Dios todo el tiempo, pero en sentido negativo en cuanto a su
existencia, si hacemos caso a lo que nos decía el reconocido autor católico alemán Heinrich
Böll, en su gran novela “Opiniones de un Payaso”.
Más aún, dentro de estos se ubica una
sub-especie que no cree que eso de un paraíso “elsewhere”, y su búsqueda está aquí, entre nosotros, hay que
construirlo y no esperarlo en una vida posterior. A esos constructores de un
mundo mejor les llaman “socialistas” y/o “comunistas”. Es una fauna tan variada
como las religiones, porque, a fin de cuentas, es también una religión, con sus
dioses, santos y liturgia. Y aunque algunos de estos intentos se apoyan en su “condición
seglar”, mucho de su fundamento se basa en ideas religiosas.
Eso de construir un paraíso en la tierra no es tarea
fácil porque habría que empezar por definir y caracterizar qué es eso de un “paraíso
terrenal”. ¿Quiénes determinan el qué, quién y el cómo? Al no mediar una
divinidad, pues es un ser humano quien lo hace, es claro que está sujeto a las
limitaciones intelectuales y prejuicios que cualquiera puede tener. De esos
experimentos del paraíso terrenal hay históricamente varios que se han
implementado y el saldo no es especialmente alentador.
En la historia del siglo XX, hubo un
experimento que por mucho tiempo fue, ¿cómo decirlo?... ¿inspirador? para
muchas luchas y rebeliones contra la desigualdad y la injusticia. Tuvo lugar en
Rusia en 1917 con una revolución que impuso un modelo “marxista-leninista” a lo
largo de gran parte del siglo XX. Aunque la propaganda relataba un estado de
bienestar y progreso social y tecnológico, en la ineludible realidad resultados
no dan cuenta de un éxito de un avance en las condiciones de vida de los
ciudadanos y de los países que a la fuerza anexaron a lo que se llamó la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Por el contrario, se trató de un
sistema que conculcó libertades y no tuvo logros significativos desde el punto
de vista económico.
Porque el problema de los “paraísos”, al menos
de como lo hemos concebido acá en este estrecho planeta, es que no sabemos qué
es eso de un “paraíso”. Lo que se ha filtrado en todo esto es que hay un menú,
o al menos el “paraíso” soviético nos daba cuenta de que las opciones de la
felicidad son limitadas, y lo que es peor, que ese paraíso termina en una
pesadilla kafkiana en la que no importa cuánto se avance, siempre hay un trecho
pendiente por recorrer.
El experimento ruso fracasó. Estruendosamente.
Inexorablemente. Al parecer la gente necesita un poco más. En la medida que
vemos lo básico satisfecho, aspiramos a algo más, y no todo termina en una
avaricia incontenible. Al ver logradas ciertas necesidades (alimento, vivienda,
abrigo), van surgiendo de ahí las obras grandes de la humanidad. Poco sale del
hambre y la miseria. Es muy difícil tratar de atender insuficiencias básicas y
escribir, pintar o diseñar una obra maestra.
Y todo esto me lleva sobre lo que quería
escribir. Sobre la atribulada Venezuela que hoy vive su hora más menguada. Ese
experimento del paraíso terrenal también se intentó acá, pero no se hizo con
los mejores ni con una idea clara del objetivo. Se tomó como modelo un modelo
fracasado, el cubano que derivaba del soviético que había corrido la misma
suerte.
Se tomaron millones sobre millones de dólares de
la renta petrolera para satisfacer la delirante fantasía de un “Socialismo”
acuñado como “del siglo XXI”, pero en se realidad adoptó lo peor de las experiencias
fracasadas. La propaganda oficial muestra “logros”, “felicidad” pero acá mismo,
desde donde estoy sentado puedo ver como los mendigos andan rebuscando sobras
en la basura.
Jesus Lopez Cegarra