Aeropuerto de Miami. Septiembre
de 2016
Hago la fila para registrarme en
el vuelo que me llevará a Caracas. Unos muchachos de veintitantos años,
hablando con la jerga de “Huevón”, “Marico” comienzan a colocar antojadizamente
sus equipajes cerca del mostrador. Ellos están de últimos en la fila pero no
quieren estar arrastrando cada uno de esos bultos voluminosos y forrados de
plástico azul.
Uno de los funcionarios de la
Aerolínea se acerca y le dice al muchacho que está trayendo las maletas:
- - No puede colocar ese equipaje allí, porque
estorba la salida de los que terminan el chequeo.
El muchacho le responde con tono
entre la sorpresa y la pedantería:
-
- Es que son doce maletas- como si esto explicara
que su bienestar y sus bienes están por encima de normas esenciales para el
buen funcionamiento de un lugar público muy transitado.
El funcionario le replica:
- -Sí, pero ese equipaje no puede estar ahí.
Casi con sorpresa, con
indignación de que el funcionario no entienda
la necesidad de colocar esos bultos allí donde estorba al resto, pero le favorece
en lo personal insiste con lo que parece un argumento irrebatible:
-
-¡ - Es que son doce maletas!
Es la actitud de muchos venezolanos
especialmente cuando están fuera de sus fronteras. Acostumbrados a convertir
sus excepciones en reglas solo aplicables a su provecho. No entender que una
regla de convivencia le aplica a todos por igual, convencer que ellos sí tienen
derecho de abusar, que el volumen de equipaje que enrostra su posición económica
le hace digno de un trato preferencial y excluyente. Tenemos en nuestra
configuración la creencia de que las reglas se pueden manejar, suavizar para
adecuarlas a intereses personales. Después muchos venezolanos se extrañan que
nos vean como seres despreciables y hasta disfruten nuestros infortunios. Que
son muchos.
Por las circunstancias históricas
y sociales que hemos vivido y que deberían ser objeto de estudio para entender
la particular forma de comportamiento del venezolano, hemos asimilado que las
normas (legales, morales, de convivencia) solo aplican si nos benefician. Si se
interponen (así sea para beneficio colectivo) es justificable buscar la manera
de que se aplique la excepción. Así carezca de toda justificación para el caso
concreto. Con esa forma de ver el mundo, no extraña que la corrupción y la
degradación imperen.
En Venezuela, sobornar a un funcionario es una
regla de acción. Una regla de vida. A tal punto que muchos funcionarios
entienden que si no hay pago, no hay trato. Y esto se ha institucionalizado. Si
alguien en Venezuela pasa un semáforo en luz roja y es pillado por un policía,
este le plantea un trato: “Le puedo poner una multa, pero si me paga XX, lo
dejo ir y sin multa”. Nadie dice “Dame la multa”. En el fondo, en este sistema
de corrupción y extorsión, donde el funcionario se ha “empoderado” gracias a
este sistema que hemos alimentado por décadas, es preferible pagar para evitar
entrar en un castillo kafkiano.
Jesús López Cegarra