Que una novela se llame “La conjura de los
necios” (“A confederacy of Dunces”,
título original en inglés) ya es suficiente para atrapar el interés de algún
curioso lector. Es casi imposible que una obra de ficción bajo ese nombre no
esté a la altura de las expectativas que genera. La presentación del libro hecha
por Walker Percy no es menos sugestiva: una madre tozuda busca a alguien de
prestigio académico para que consiga un editor que se arriesgue a publicar el
libro de su hijo muerto por voluntad propia. La única declaración del valor
literario de esa novela es la palabra de la propia madre.
Es harto decir que esa novela, escrita por John
Kennedy Toole no solo era una gran obra, sino que se convirtió en un verdadero
éxito, premiada incluso con el prestigioso Pulitzer en 1981. “La conjura
de los necios”, en mi poca calificada experticia literaria, es casi una obra
maestra. Y el adverbio “casi” no tiene nada de peyorativo, sino más bien de
sorpresa: que un muchacho de unos veintitantos años haya escrito algo que se
acercó tanto a una verdadera obra maestra es de por sí impactante. Solo en dos
o tres pasajes vi algo de cierta inmadurez (insisto, no en sentido peyorativo,
sino lo contrario, de admiración), pero la novela como un todo es algo
maravilloso de leer y me siento afortunado de su lectura en estos tiempos de
COVID19.
Una de las grandes virtudes de la novela es su
manejo del humor. Un humor agudo, negro e inteligente. Y la creación de uno de
los personajes de ficción más definido e inteligentes de la literatura moderna, pero no por inteligente sea un modelo a seguir: se trata de un hombre realmente
complejo, Ignatius Reilly, pantagruélico con pretensiones
quijotescas con un sentido de la justicia presonal y distorsionado: una aparente lucha contra el
mal, más influenciado por lecturas mal digeridas y frustración sexual que por
altruismo.
Reilly es un tipo grueso, de vestimenta
estrafalaria que incluye un raro sombrero que lo hace reconocible a terceros. Siendo
ya un tipo mayor y con título universitario sigue viviendo con su madre en una
relación enfermiza de dependencia mutua. A su vez Reilly mantiene una rara
relación epistolar con Myrna Minkoff a quien detesta porque la ve como un ejemplo
de libertinaje sexual aun cuando en el pasado tuvieron una improbable una relación romántica.
Reilly no trabaja y su madre lo mantiene, pero por obra de un accidente de tránsito
que ella ocasiona, los daños económicos son tan altos que la madre obliga a su
hijo a trabajar, a pesar de que él siente que su obra intelectual, -unos escritos delirantes que combina filosofía con mojigatería, (“Me niego a
¨mirar hacia arriba¨. El optimismo me da náuseas. Es perverso. La posición
propia del hombre en el universo, desde la Caída, ha sido la de la miseria y el
dolor.”)- requieren de su completa atención. Pero donde va, busca imponer su trastornada
visión del mundo y enredarse con personajes barriobajeros que complican aun más su
existencia y la de su madre.
Reilly, por lo que se conoce, tiene mucho de su
autor. Un hombre de una gran cultura y formación académica que además tenía una
relación amor-odio con su madre. Pero Reilly va mucho más allá. Es un ser
complejo que pretende arreglar el mundo según su visión desequilibrada por frustraciones y represiones, algunas exteriorizadas en escritos pseudo-moralistas,
que lo ubican temporalmente más en la Edad Media que en el moderno siglo XX. Su
energía sexual mal canalizada lo hacen un sociópata con delirios de grandeza,
rasgos mitómanos acompañados por un apetito voraz e incontenible. Y a pesar de esta
fisonomía que lo acercan a un ser monstruoso… Toole logra magistralmente
arrancarnos unas cuantas carcajadas de sus aventuras por el mundo.
Jesús López Cegarra