Días atrás conversaba con un buen
amigo, (un profesional del derecho, exitoso en su ejercicio y en la docencia),
que siempre anheló incursionar en la política, desde adolescente. En cierta
manera lo hizo en los años de bachillerato y en la Universidad, pero él se
refería más a la Política con mayúscula. La Política de las grandes decisiones.
Pero esa política requiere una ocupación entera, una devoción entera de la cual
se deja de lado o en un plano secundario cualquier otra aspiración o interés.
Cuando era adolescente, también
soñaba con la política. Lo veía como una forma de servicio público. Aspiraba
ser nada más y nada menos que Presidente, para poder acabar con los problemas
del país, básicamente aplicando lo que parecía mejor de otras experiencias en
el mundo. Y mi visión en la política tenía su componente ego centrista: era
“yo” quien lograba resolver todos los problemas, pues las soluciones venían de
la aplicación sin condicionamientos de las órdenes impartidas... Sin embargo
nunca tuve esa madera para dedicarme en cuerpo y alma a esa actividad. Con el
tiempo comprendí que la política (con minúscula o con mayúscula) tiene que ver
más con sentimientos y pasiones lejanos a la razón y el entendimiento. Por ello
no siempre los mejores son los que triunfan en política.
A la política hoy día la veo como
una actividad penosa, en las varias acepciones que se le pueden dar a esa
palabra:
Es trabajosa, supone una gran
dificultad: requiere una dedicación casi exclusiva. No es una profesión que
resulte beneficiosa económicamente. Que veamos políticos llevando una estilo de
vida de millonarios no significa que sea lucrativa. Demanda mucho trabajo no
remunerado que probablemente haya que ejecutarlo en el tiempo libre. Los
ascensos provienen más del azar, de las relaciones que se tenga con personas
influyentes que del esfuerzo.
También es capaz de causar pena.
Puede provenir de una derrota (que son comunes en la política) o de decisiones
desacertadas (apoyar a un candidato que pierde, perder el favor del electorado
por una mala gestión o incluso por tomar decisiones necesarias pero
impopulares). Pero también lo que se llama pena ajena, es decir, cuando no
quisiéramos estar en los zapatos de otra persona que está pasando o realizando algo
realmente embarazoso. En estas últimas elecciones en el Perú, veía como un
hombre serio, con muchísimo dinero y quien a todas luces no necesita de la
política como es “PPK” (Pedro Pablo Kuczynski), bailando, abrazando gente,
tratando de ser simpático, actos que se le ven ajenos y que solo buscan ganar
el favor del voto popular.
Adicionalmente, la política como
profesión es la más denostada, la más criticada. Muchos de los cuestionamientos
son comprensibles. Otros tantos justificados. La política, sobre todo la
electoral, busca despertar pasiones internas, atávicas, irracionales. Pero una
vez en el poder, las decisiones que deben tomarse no siempre corresponden con
el ánimo del votante, del partidario, del simpatizante. Y cuando se van tomando
malas decisiones, cuando desde el Poder no se resuelven problemas, se va
generando y acumulando un descontento, que luego es capitalizado por sectores o
grupos que basan su propuesta en la “anti-política” (que es un sentimiento
generalizado de que los actores políticos a cargo son incapaces y hay que
sacarlos del juego), proponiendo a veces de manera abierta, a veces de manera
velada que la política es algo sucio, un “pecado original” que solo puede ser
suprimido por un bautismo propuesto por ellos. Lo contradictorio es que hacen
“Política” basada en la promesa de liberación de todo lo que tenga que ver con
ella. Y pueden llegar al Poder, han llegado al poder y seguirán llegando al
Poder.
En Latinoamérica desde los años
90 se han dado varios casos, el más emblemático tal vez el liderado por Alberto
Fujimori, quien en algún momento disolvió el Poder Legislativo y junto con los
militares dio un golpe de estado. Esto fue conocido como el “Fujimorazo”, que
vino a significar un desconocimiento de las Instituciones, para depurarlas y
comenzar de nuevo. En Venezuela, la llegada de Hugo Chávez también se
fundamentó en ese sentimiento de “anti-política”.
Esta retórica “anti-política” los hace poco
propensos a negociar (una herramienta fundamental para la política), a buscar
entendimientos, lo que genera polarización y autoritarismo. La experiencia
demuestra que estos movimientos terminan cometiendo los mismos errores y abusos
que sus antecesores, porque se sustentan en el maniqueísmo: convierten
cualquier disidencia o crítica en obra de quienes anhelan volver al pasado
horrible y aterrador de corrupción y arbitrariedad.
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