Poco antes de abandonar mi país por un tiempo,
estaba indeciso qué hacer con los libros que he acumulado durante décadas. Mi
esposa era de la opinión de donarlos todos a alguna biblioteca. La idea no me
hacía feliz, porque que todos esos libros que fui adquiriendo (descontando
aquellos que “presté” y que ya sabía que no regresarían) lo fueron por alguna
curiosidad o necesidad intelectual. Que terminaran apilados en algún sitio sin
que algún lector curioso supiera que estaban allí era simplemente inaceptable.
En ese proceso abrí una cuenta en “Instagram” y
decidí ponerlos a la venta. A precios más que razonables. Pensé que, si alguien
hacía algún esfuerzo en adquirir alguno de ellos en particular, esto me hacía
sentir que ese libro había encontrado un destino y un propósito. Después me
enteré que como los ofrecía a un precio muy bajo, otros lo compraban para
revenderlo, lo cual en el fondo no me molestaba, pues “indirectamente” se
estaba sirviendo el mismo propósito.
Entre los que desenterré estaban libros de
cuentos de Julio Cortázar. Algunos ya leídos, otros pendientes. A pesar de que
había pasado mucho tiempo sin leerle, me daba cierta curiosidad volver
puntualmente a algunos de sus textos. Cortázar es sobre todo un escritor de
cuentos. Unos cuantos son pequeñas obras de arte. Con
algunos de ellos me
relacionaba por muy variadas razones, por ejemplo, con “El Perseguidor”, “La
continuidad de los parques”, “Grafitti” y especialmente con “Casa Tomada”. Pero
el estilo algo áspero de Cortázar en ocasiones hace difícil seguirlo, aunque
generalmente lo hacía (y lo hago) porque se presentan casos en que nos puede
dar una sorpresa, como, por ejemplo, un inesperado viaje en el tiempo.
Cuando era un joven lector, me ocurría algo con
Cortázar: Era un escritor de “moda” (quería decir de culto, pero prefiero de
moda) para ciertos grupitos intelectuales y pseudointelectuales con quienes en
ocasiones me relacionaba. Entonces, quería leerlo, pero para encontrar sus
méritos como escritor y no por la influencia de la moda y o por estar en boga.
Me asqueaba todo ese uso del mundo cortaziano para aparentar una especie de
superioridad intelectual. Expresiones como Cronopio, Cronopio mayor para
referirse a Cortázar me eran simplemente detestables. (Algo parecido ocurría
con García Márquez. Había gente que usaba los títulos de sus cuentos o novelas
para darse un aire de intelectual y parafraseaban cosas como “El presidente no
tiene quien le escriba”, “El gobernador en su laberinto” …)
Su novela “Los Premios” es tal vez la que más
me gusta. Combina acción, misterio detectivesco, esoterismos y psicología, sin
dejar de ser una obra con las características de lo “Cortaziano”: Lo metafísico,
lo fantástico enmarañado con lo cotidiano y sobre todo, una obsesión con el
papel del lector en la lectura. No en vano más adelante hablaba del “lector hembra”
(Pasivo) y del “lector Macho” (participativo y cómplice). Obviamente las
feministas les desagradaba esta nomenclatura y el propio Cortázar tuvo que
salir en su defensa.
En este proceso de redescubrimiento de Cortázar,
estuve releyendo “Rayuela”. Unas décadas atrás la leí afiebrado. Ese mundo
parisino con gente que se reunía a escuchar música (Jazz) y para discusiones
intrascendentes sobre libros y pintores en medio de una historia de amor
truncada y la tragedia me fascinaba y parecía una vida que quería imitar o emular.
Hoy, con unos años encima tengo una apreciación distinta de la novela.
Pero esta segunda lectura fue un poco más lenta
y llena de obstáculos. La fascinación que alguna vez me produjo ya no estaba
allí, excepto en ciertos episodios con sus amigos pseudointelectuales con quienes
el protagonista, Horacio Oliveira, tenía sostenía largas cacharas sobre todo y
sobre nada. Eran una serie de tipos pretenciosos de quienes no saldría nada,
pero disfrutaban la acumulación de tonterías intelectuales que con las que
discurseaban a los demás, mientras miraban de soslayo a la Maga, una mujer
normal y poco formada, que no entendía esas arengas “elevadas” pero no por eso
dejaba de tener cierto encanto.
Otros pasajes como el concierto de Berthe
Trepat o el de la muerte de Roncamadour están realmente logrados y son
literariamente sublimes, con cargas de humor en ocasiones y de comprensión de los
peores episodios de la naturaleza humana, que en sí mismos casi justifican leer
las más de 500 páginas de la novela. Pero también hay momentos en que se siente
que mucho de lo incluido es relleno o textos incoherentes que realmente no
aportan mucho a la novela.
¿Es Rayuela
una obra maestra? ¿Soportará el paso del tiempo? No sé y lo dificulto. Creo que
la esencia de la novela ha envejecido y no veo forma cómo futuras generaciones
se puedan conectar con una forma de ser y de vivir de un pequeño grupo de
amigos intrascendentes. No es una obra que capture la esencia de un lugar y de un
tiempo. Y esto no lo digo con alegría, porque Cortázar forma parte de las
lecturas que en lo personal atesoro con mucho cariño.