Releer la novela de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927)
no sólo es un placer estético sino también un compromiso para entender la
historia pasada y reciente de Venezuela.
Hoy (2018) siento que esta gran obra, de uno de los escritores mejor
dotados del país, se encuentra en un injusto olvido y merece ser rescatada de este abandono.
Díaz Rodríguez, como artista y como ciudadano,
no deja de ser contradictorio. Si bien hay escritores que los
vemos retratados en su obra (pienso en Henry Miller), en Díaz Rodríguez se oponen dos facetas del mismo hombre. Por un lado, Ídolos Rotos es el relato de una Venezuela casi insoportable
para un alma sensible, especialmente quienes consideran al arte
como un medio para conducir a la civilidad, pero también
está el Díaz Rodríguez, funcionario público de alto nivel de la dictadura cruel
de Juan Vicente Gómez.
Para esta nueva aproximación a la novela, cuento con la edición de los distantes años que me separan de la educacion secundaria, cuando era "obligación" al curso de literatura, leer la novela para una evaluación. (Curiosamente, en esta edición de
Monte Ávila omitieron de fecha y lugar de edición, como si tales detalles
carecieran de importancia)
Afortunadamente en ese año de bachillerato,
nuestro profesor (Iván Páez) era (y es) una persona particularmente culta, sensible al
arte y la literatura, quien lograba imprimir entusiasmo a las obras literarias
que debíamos leer como parte del currículo académico. Creo que su enfoque era el adecuado:
contextualizando la novela y enseñando por qué se trata de una gran obra. Con
Iván tuve oportunidad de hablar, tanto en bachillerato, como cuando ya estando yo
en la Universidad, de literatura. El azar permitía que en la pequeña ciudad de Mérida coincidiéramos aquí y allá, para entregarnos a conversaciones sobre literatura.
“Ídolos rotos” es un trabajo de ficción que refleja la Venezuela rural y atrasada de finales del siglo XIX y comienzos del
XX. El país venía de una cruenta sucesión de guerras y “revoluciones, lideradas por caudillos mesiánicos que querían “salvar” la patria, que una vez en el
poder se comportaban como vulgares oportunistas que hacían gala de su
ignorancia y chabacanería. El tiempo y acción de la novela retrata este
panorama decadente. Decir que es probablemente una de las obras más pesimistas
de la literatura venezolana, no sería una exageración.
En la novela podemos ver el desdoblamiento de Alberto
Soria (personaje principal de la novela): vemos en principio el artista que
regresa esperanzado y nostálgico a su patria, y que al final pronuncia una arenga
sobre esa patria que se ha deshecho y ya no le pertenece. Pero también vemos a su hermano
Pedro un “pragmático” en el peor sentido que se le puede dar a
la palabra, que entra en política con fines pragmáticos: lograr su estabilidad
económica y social, sin importar asociarse con los personajes más
impresentables del país.
Aunque los problemas cotidianos abruman a
Alberto Soria, vamos apreciando pistas de que ese país, al que llega con
entusiasmo luego de una ausencia de 5 años y que ha idealizado en exceso ("... y al pensar en la patria, no pensaba en realidad sino en la imagen que de ella se había formado durante su austera vida estudiantil, imagen hermoseada y engrandecida más tarde por los recuerdos y la ausencia"), muestra
su verdadera entraña de intolerancia.
Alberto, quien con vanidad pensaba
que las miradas que atraía eran porque su calidad de artista era reconocida,
tristemente fue desengañado por su hermano: su renombre era por ser visto como una curiosidad por su extraña forma de vestir influenciada por su
pasantía por París.
Supo también cómo personajes que carecían de
valor moral o intelectual eran ahora altos dignatarios, cómo algunos
improvisados lograban fortunas por su cercanía al gobierno y cómo la sociedad
se dejaba llevar por los Mario Burgos, que atraían por ser frívolos y
superficiales y pues su única preocupación era vestir a la moda.
La pequeña fama de Alberto por haber ganado en
algún momento un premio en París, le acerca a los factótums del poder: le
proponen que realice una obra dedicada al Mariscal Sucre. La propuesta viene de boca de altos
funcionarios quienes le aseguran los recursos.
El dinero no era consecuencia del
talento y las cualidades de Alberto, sino de que son ellos tenían la autoridad (política y de
la fuerza) de conseguir lo que sea. Esta prepotencia la acentuaban con la más grosera ausencia de modales
civilizados y con expresiones soeces. (Alberto los describe diciendo "...En el orden en que los había ido conociendo, los iba enumerando, con los achaques y vergüenzas de cada uno; hombres que, sin luces ni ley ni honra, ejercían de legisladores, ministros enriquecidos a la manera de ladrones vulgares...) No obstante, los acólitos ríen sus vulgaridades, recibidas con risas complacientes del público alienado en complicidad. Su hermano Pedro, cercano al poder, le
garantizaba que el encargo era en serio por contar con los contactos para
ello.
Alberto se empeña en su labor creativa pese a
la presión de su padre, que le exigía que se entregara a las labores serias de
la ingeniería, carrera que cursó Alberto para complacer a su familia. La muerte
del padre, pese al dolor familiar, fue un alivio para continuar con su arte sin
remordimiento.
Con sus amigos artistas, pensaron fundar algún
tipo de movimiento político para redimir al país a través del arte como vehículo
civilizador. ¿Tenía sentido ese afán de modernización de la sociedad?, y más
aún, ¿eran viables esos proyectos? La respuesta, a la luz de la historia y del
desarrollo de la novela, es negativa.
El poder en Venezuela, entonces y ahora en esta
noche oscura del “Socialismo del siglo XXI”, se ha ejercido sin contrapesos o
contrapesos muy débiles, donde la voluntad del caudillo de turno es “Ley”. Siempre
se enarbolan las mismas banderas “Decencia”, “Gobierno eficiente”, “acabar con
la corrupción” pero los resultados terminan
siendo los mismos. Los defectos de los antecesores son reproducidos por quienes
juraron limpiar el gobierno y terminan administrando el Estado con estulticia y
vesania.
La voluntad de cambio de Alberto se ve agotada.
Los recursos prometidos para la estatua de Sucre se los reasignaron a algún
advenedizo más adulador y rastacuero. Pero también su vida íntima es invadida
por una sociedad que hipócrita que disfruta mostrando sus indiscreciones amorosas
con anónimos a su novia. Probablemente la acumulación de tanta adversidad le
hace exclamar con pesimismo y desesperanza:
“¡Y nosotros que teníamos la candidez de
pensar en el arte como un medio de regeneración política! ¡Blasfemos! ¡Ah, la
Democracia! ¡Nuestra Democracia! ... Alfonzo tenía razón cuando me dijo que me
fuera… Me hubiera llevado quizás casi entero el buen humor de la tierruca… Nunca
podré mi ideal en mi patria. ¡Mi Patria! ¡Mi país! ¿Acaso es esta mi patria? ¿Acaso
es este mi país?”
Y
concluye Díaz Rodríguez con la demoledora frase que ha dado vueltas en mi
cabeza desde la primera vez que leí esta novela: FINIS PATRIA.
Jesús López Cegarra